LA TEMPORALIDAD DEL SIGNIFICADO

 

Mgter. Tuchsznaider, Ester Ruth

Universidad Argentina de la Empresa  -  I.E.S.Nº2

Buenos Aires, Argentina

etuchsznaider@hotmail.com

 

 

 Resumen

 

   

    La pregunta por la naturaleza del significado atraviesa la historia del pensamiento, aunque no siempre planteada en esos términos. Así, por ejemplo,  la cuestión platónica acerca del status ontológico del concepto socrático formulada luego como el problema de los universales. Pero siempre en la concepción de qué sean los significados, la consideración del tiempo es determinante.     

 

    En efecto, la suposición de la universalidad del concepto indujo a atribuirle atemporalidad. Distinguidos significado y referencia, la intangibilidad del primero pareció confirmar esa atemporalidad. Eso supuso considerarlo ya como a priori gnoseológico, ya como preexistente metafísico.  Salvo en el caso del  nominalismo,  la explicación de su existencia en los intercambios discursivos sociales se hizo, a veces,  apelando al innatismo o al apriorismo,  y otras, desde una posición más cercana al empirismo, postulando su aprehensión a través de la percepción de formas presentes en los objetos.

 

    Toda interpretación supone así la replicación por un sujeto de un significado ya existente. Que un hecho sea significativo para un sujeto se explica desde estas perspectivas teóricas como la aprehensión del significado de ese hecho, sea cual fuere la vía de aprehensión de ese significado, siempre exterior e independiente del sujeto. Por tanto, se supone  la  existencia de un mundo portador de significados, determinantes  de las interpretaciones humanas,  no alcanzados por la temporalidad y las variaciones propias de toda producción humana. Así, si su aprehensión es problemática,  aparecen en cambio  resueltas las arduas cuestiones relativas a la posibilidad de comunicación y a la naturaleza o la garantía de la verdad.

 

     Postular, en cambio, que el significado sólo existe en la medida en que es construido por la actividad semiótica, obliga a negar tanto su universalidad como también su preexistencia,  atemporalidad o supratemporalidad. Es sostener, asimismo, que los significados no son una clase de objetos especiales y permanentes adscriptos de manera estable a otros determinados objetos, sino,  aun en el caso paradigmático de los que constituyen  los signos lingüísticos, constructos cuya transformación, migración o traslación son más la regla que la excepción; y  que, como productos de la actividad semiótica, inevitablemente los alcanzan la temporalidad y  la variabilidad propias de toda actividad humana.                               

  


 

 

 

  

    La pregunta por la naturaleza del significado atraviesa toda la historia del pensamiento occidental, aunque no siempre planteada en estos términos ni entendida como pregunta que se plantea en un campo científico determinado.     A la complejidad inherente al signo, cuyos caracteres se nos escapan toda vez que caemos en la tentación cosificadora y lo entendemos como cosa en vez de reconocerlo como relación producida por la actividad otorgadora  de significado,  se agregan la confusión de los significados de significado y  la   falta de acuerdo en los términos. Así,   lo que  algunos autores denominan designado otros llaman denotado; para lo que unos llaman significado otros prefieren sentido y reservan significado para el referente.

      

    Las dificultades inherentes a la conceptualización precisa del problema determinaron que algunas primeras respuestas  fueran de índole metafísica. Así,  al magnífico descubrimiento socrático de lo que se entendería por concepto, siguió la necesidad de explicar el modo de existencia de tales entidades,  su relación   con el resto de los entes,  la composición de una realidad que los incluyera y, muy especialmente, cómo es posible nuestro conocimiento de esas entidades.   Reformulada, la pregunta daría lugar al viejo problema de los universales. Pues, en efecto, el problema se planteó especialmente en relación con una cierta clase de palabras, aquellas cuyos significados son generales. Sin embargo, las creencias metafísicas y gnoseológicas dominantes parecen haber impedido que se volviera la mirada hacia la facultad  generadora de esas entidades y  mucho tiempo  se  demoraría en reconocer que su lugar en el mundo es el lenguaje humano.  

   En efecto, en aquellos primeros enfoques del problema, los significados se entienden como objetos preexistentes que el sujeto, al conocer,  recibe, o   percibe o aprehende, formando una copia subjetiva, su representación, impronta cuyo fundamento la precede.   Que se reconociera que en el lenguaje las palabras generales no nombran entidades sustantivas universales preexistentes sino que tienen en el lenguaje   no solo   su  origen sino  su habitat natural, constituyó un giro copernicano equivalente al kantiano.  En buena medida, esto se explica porque a la aptitud para la universalidad se asocia, tradicionalmente, el rasgo de la atemporalidad.

 

       Mientras en lugar de ser entendidos como productos de la actividad cognitiva y semiótica del sujeto fueron entendidos  como objetos preexistentes que el conocimiento descubre, fue pertinente determinar su ubicación en el mapa total de la realidad. Así, fueron  considerados por algunos pensadores como  reales y separados de las cosas,  por otros como reales y existentes en las cosas,  en tanto otros  entendieron  que existen solo en el intelecto. Los nominalistas, afirmando que son meras palabras, esto es, que la universalidad es una capacidad que tienen ciertas palabras, ubicaron  los conceptos en las lenguas. Mientras la navaja de Occam deshinchaba la realidad, la pregunta  comenzaba a plantearse en términos adecuados para dar lugar a respuestas menos metafísicas.              

   Cada una de estas respuestas suscita problemas teóricos de considerable complejidad. Por ejemplo, cómo explicar el alcance universal del lenguaje si el significado tiene existencia psicológica y con ello, la fugacidad, la singularidad y la privacidad de los fenómenos psíquicos.

     Frege salva este escollo sosteniendo que el significado es una entidad abstracta; aquella que captamos cada vez que comprendemos las expresiones de un lenguaje, sin necesidad de conocer sus denotaciones o referencias.  Cuando captamos un significado, surge en nosotros un correlato de ese significado: una idea, que pertenece entonces a la mente individual. Como ya lo habían hecho algunos medievales y lo haría también Wittgenstein, Frege  distingue entre significado y referencia, con lo que aporta claridad al problema.  Sin embargo, no queda claro qué sean  esas entidades abstractas.                

        En la caracterización ya clásica del signo lingüístico, como lo es la de Saussure,  el significado, entendido como concepto,  es considerado parte constituyente e inseparable del signo lingüístico. Por tanto, de la lengua. Esa respuesta parece dar solución al problema. Los significados, al menos los de los signos lingüísticos,  signos paradigmáticos, habitan el sistema de la lengua y se actualizan en el habla.  ¿En qué consiste el significado de un signo en la lengua? En los rasgos distintivos que lo caracterizan con relación a los demás signos de la lengua.  Aunque tal vez superable, ésta ha sido una respuesta apropiada en relación con la envergadura del problema.   

        Ahora bien,  no es lo mismo el signo en la lengua que su empleo por un determinado hablante, en un  determinado momento, en una concreta y singular circunstancia, integrado en una frase contribuyendo a constituir el sentido global de esta.  Así es posible distinguir los significados de la lengua en tanto código,  como una reserva de signos con sentidos comunes fijos, de los efectos de sentido logrados en el discurso.   

      Por otra parte,  dado que hay diversos tipos de palabras en una lengua, los problemas relativos a la naturaleza de sus significados también se multiplican. Palabras tales como esto o aquello, que Peirce denomina índices y otros autores llaman designadores rígidos, y nombres propios no fueron los signos que motivaron el asombro que condujo a aquellas explicaciones que postulan una realidad multiplicada.      En cualquier caso, no obstante, aunque las diferentes clases de palabras designen o denoten o refieran a muy diversos tipos de objetos,  los significados son el aspecto no material de los  signos lingüísticos.  El reconocimiento de su carácter abstracto vuelve a poner en cuestión la pertenencia de los significados al nivel del lenguaje. Después de todo, cualquiera sea el tipo del signo lingüístico, los significados que los integran no son otra cosa que conceptos. Y  que el concepto no sea  mental ni lógico sino un contenido  lingüístico no es una tesis exenta de dificultades.  De ahí que algunos lingüistas hayan renunciado a ocuparse del problema restringiéndose al estudio de los significantes.

    

    Dificultades todas que surgen de una tendencia a la cosificación de aquello que es fundamentalmente actividad.  El lenguaje es actividad, actividad significante. Como sostiene Benveniste,  es en el uso de la lengua donde tiene existencia un signo, pues lo que no entra en la práctica de la lengua literalmente no existe. Por tanto, es en la puesta en práctica de la lengua donde efectivamente tienen existencia los significados.      En tanto signo de la lengua,   el signo lingüístico tiene un significado léxico, regla establecida por convención, independiente de los contextos.  Cada signo integra una red de relaciones y oposiciones que lo definen y distinguen, y así se torna significativo.    Pero la significación, que  se  produce en el acto de la comunicación, mediante frases, mediante textos, se compone no sólo con esas convenciones básicas sino que es resultado de la complejidad de una situación singular en  la que emerge  una significación  contextual, única en matices y resonancias, sostenida, recreada o transformada por nuevas actualizaciones discursivas.

 

      En tanto los signos de la lengua son un patrimonio social, un repertorio de signos disponibles para su uso, sus significados retienen  los rasgos mínimos comunes a los diversos empleos que registra ese signo en el seno de ese sistema, en cada estadio de la evolución de esa lengua. Pero  una lengua se nutre,   crece y mantiene viva  en virtud de la actividad  lingüística de sus usuarios, puesto que su función general y básica es la comunicación y nos comunicamos mediante frases o enunciados. En cada empleo de un mismo  signo lingüístico, su inclusión en  frases diversas, su puesta en  relación con otros signos cada vez,  en contextos diferentes, por hablantes singulares y con objetivos disímiles determina que, necesariamente, de cada instancia de uso resulten no meras replicaciones de un significado fijo sino recreaciones más o menos fieles a ese mínimo común significado, pues se integrarán en una interpretación siempre singular y situada.      Las variaciones en los matices y connotaciones expresan la singularidad de cada hablante y de su circunstancia y nos recuerdan que cuando decimos “tal palabra significa tal cosa” estamos formulando una frase abreviada: estamos diciendo que en esa lengua el significado mínimo común es tal y que  los hablantes de esa lengua la emplean atendiendo a ese mínimo pero, en cada caso, con matices y connotaciones particulares, con actitudes proposicionales diversas, en conjunción  con gestos determinados, siendo posible también que se pretenda comunicar un sentido opuesto al que darían los significados  léxicos convencionales de la lengua empleada.    Esto es,  en cada situación la producción y  el empleo de una frase construyen una significación. Y esa significación es un acontecimiento único,  anclada en el instante y en el lugar en que se produce. 

 

     La distinción entre lo que una expresión significa y lo que un hablante quiere decir   cuando la emplea en una frase permite notar que la significación es permanentemente producida, en cada instancia de uso de la lengua, como resultado de actos de interpretación   necesariamente situados, espacial y temporalmente, y no como mera captación y reproducción de significados preexistentes.  Del  vasto repertorio semiótico que es la lengua, el hablante selecciona los signos portadores de significados generales que, combinados según las necesidades del contexto y la circunstancia, harán nacer la significación  de la frase y la del discurso. Esto explica por qué los mismos signos  pueden emplearse en tantas ocasiones diversas y servir al propósito del hablante y por qué los de uso más frecuente son aquellos cuyo  significado convencional es menos delimitado en el seno de la lengua.    

Esa actividad productora de significación,  generando desplazamientos y sustituciones en la unión de significantes y significados impulsa variaciones e innovaciones en las convenciones léxicas. La temporalidad propia de la actividad determina la de sus producciones.         

     

    De los significados lingüísticos, de alto grado de codificación, podemos distinguir las significaciones culturales, que pueden ser coextensivas o no con una comunidad lingüística.  Las interpretaciones del mundo y, entre ellas,  las de los hechos sociales, también  surgen como producciones situadas, construidas sobre la base  del repertorio de interpretaciones disponibles, pero en circunstancias determinadas y particulares,  que aportan connotaciones específicas.     Si esas  producciones  son exitosas se convierten en  convenciones interpretativas.        

 

     Así, por ejemplo, en la cultura occidental, los antiguos griegos acuñan   una significación que asocia hombre  a razón, a racionalidad.  El filósofo que dijo que los griegos inventaron la razón  no hizo otra cosa que destacar que  no descubrimos nuestra supuesta esencia  sino que   producida esa significación, ella instaló en el horizonte de nuestro conocimiento       un nuevo objeto,  aunque esto  haya escapado a nuestro entendimiento.       Esa significación cultural de la vida humana acuñada entre los griegos, plasmada en fórmulas de magnífica elocuencia, orientó   desde entonces por mucho tiempo y casi en forma hegemónica la autoconciencia del sujeto y su interpretación de la realidad y de  su ubicación en ella. 

             

   “El hombre no posee nada divino o bienaventurado, salvo… todo lo que en nosotros existe de intelecto y razón cognoscitiva…Y por el hecho de participar de tales facultades, aun  siendo la vida, por su naturaleza, miserable y difícil, sin embargo está gobernada con tanta gracia, que el hombre, en comparación con los demás vivientes, parece ser un  Dios.  La razón cognoscitiva es para nosotros, el fin según la naturaleza, y el conocer es el fin último para el cual hemos nacido. Por lo tanto, si hemos nacido, es evidente que existimos para conocer y aprender…” “ … es evidente que el hombre racional elegirá, por encima de todas las cosas, el conocer racionalmente (…) Pero ninguna de las funciones del pensamiento o de la parte pensante del alma puede considerarse mejor que la verdad. La verdad es, pues, la función soberana… (Aristóteles,  Protréptico,   fr. 10,  11 y 6,  Walzer)

 

     Una transformación exitosa (por su amplia aceptación) de esa significación plasmada con tal eficacia expresiva   tendría lugar muchos siglos después: 

 

              …nos hemos cuidado de caer en el prejuicio general que equipara la cultura a la perfección, que la considera como el camino hacia lo perfecto, señalado a los seres humanos…

…la tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano (y) constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura.(…) Ahora, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable, por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción… La evolución cultural debe ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida. (Freud, S., El malestar en la cultura).

 

    Decimos  transformación porque  esa significación dialoga con su antecedente y se construye  en el marco de su relación con ella. No se trata de  otra significación  sino de una reelaboración  que, propiciada por la  interacción con su  contexto, formula los enunciados que instauran el marco de una reinterpretación de los hechos sociales y de las modalidades peculiares que a partir de entonces éstos asumen. Para decirlo con la pregunta que formula Steiner:   ¿Hasta qué  punto la cultura es la traducción y reformulación de una significación anterior?                

 

 

    Con la producción de estos como de los muchos otros y variados   discursos  en los que consiste el mundo que primariamente habitamos,  adquieren entidad   los objetos y fenómenos que  cada época  considera relevantes. Así, la razón,  los instintos,  la existencia,  el insconsciente, se asocian al significado de ‘hombre’ produciendo efectos de sentido diversos aunque remiten a un núcleo común.         Significaciones todas construidas en  discursos de eficacia suficiente para conferir  existencia cultural a esos objetos y ser materia de futuras transformaciones.      

     

    Esa producción  tiene lugar, por otra parte, en la multiplicidad y variedad de las lenguas humanas, cada una de las cuales parece ofrecer su propia lectura de la vida o, por lo menos, una interpretación que, aunque susceptible de traducción,   retiene matices propios .  El discurso humano no tiene como principal función reflejar una realidad ya constituida sino que es espontaneidad instauradora de sentido, que determina la tonalidad      única de la conciencia humana. Por eso,  la tradicional pregunta por la esencia debe ser replanteada:   el problema no es qué hay o qué  somos,  sino qué entendemos hoy  que hay y qué entendemos hoy que  somos, porque, como sostuvo Heidegger, somos lo que entendemos ser.   Y esa comprensión es, inevitablemente, histórica.

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

  

Benveniste, Emile, Problemas de lingüística general II, México, Siglo

                                                   veintiuno editores, 15ª. ed. , 1999.

 

Magariños de Morentin, Juan A., “La semiótica de los bordes”, 2007.

 

Steiner, George, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la

                                                   traducción, Madrid, F.C. E., 1995.